miércoles, 18 de mayo de 2011

El escritor de la escafandra

Quién no tiene grabado en la retina un bisonte de las cuevas de Altamira. Quizá sea ésta una de las imágenes más representativas de la humanidad… junto con otras muchas ya convertidas en iconos como puedan ser el perfil de Nefertiti o la huella de Armstrong sobre la playa lunar. Son hitos que han marcado la evolución del ser humano en este templado planeta.
Pero ¿cómo hizo aquel ser de manos prodigiosas para plasmar con semejante gracia, en la penumbra de una cueva, a un bisonte que ni siquiera tenía delante? ¿Cuántos animales necesitó esbozar antes para perfeccionar su técnica? ¿Cómo es que no está la cueva plagada de intentos fallidos hasta que dio con el prototipo? ¿Se encontrarán algún día? ¿O quizás borraba los que no le gustaban? Si pudiéramos rebuscar en su papelera tendríamos una de las claves de nuestro pasado que tanto buscamos: ¿qué se le pasaba a aquel humano por la cabeza para andar perdiendo el tiempo en pintarrajear las paredes en vez de dedicarse a otras labores más provechosas como, por ejemplo, afilar sus puntas de sílex?
En la angostura de aquella cueva se estaba sellando la transformación de un ser que no dejaba de ser belfo y desdentado, pero que era ya capaz de morderse el labio y desgañitarse el cerebro para intentar dar con la clave de lo que quería expresar. No sé qué tipo de significado tendría para él aquel bisonte, si sería un especie de conjuro y cumpliría una función ritual, pero se sirvió de volúmenes, formas, colores, incluso de las inflexiones de la piedra, para darle la profundidad que buscaba y la sensación de movimiento; todos sus conocimientos puestos al servicio de pigmentos, carboncillos y grasas para dar forma a una perspectiva estética que guardaba en su cabeza. Y lo que en su cabeza se debatiera estaba directamente influenciado por su cultura, su carácter y las circunstancias que le hubieran tocado vivir. Si éste fue nuestro primer artista, pues tiene el mérito de ser el primero que nos dejó la impronta de su estado de ánimo, pues como bien decía Zola, el arte es un rincón de la creación visto desde un temperamento.
Así que el bisonte que pintó era algo más que un bisonte: era un reflejo instantáneo de ver la vida y de observar el mundo. Ya hace unos siglos que Goethe hizo gala de su perspicacia cuando dijo: “Si usted pinta un perro exactamente, no tendrá un cuadro sino dos perros”. En el arte no buscamos al perro, sino al cuadro. Y cuando aquel homínido creó su obra, se dejó parte de él en ella misma, nos mostró un capítulo de su vida. Se expresó rebuscando en sí mismo.
¿Pero qué necesidad tiene una persona de querer atrapar algo dentro de ella para después extraerlo y expresarlo por medio de un formato? Esta necesidad cumpliría al principio sólo una función mágica y ritual, pero con el tiempo el asunto fue adquiriendo otras tintes y nuestra complejidad evolutiva ha hecho que sean miles las razones por las que recurrimos al arte.
Sea cual sea la razón, una cosa está clara: el arte es una buena excusa para expresar nuestro temperamento y nuestros sentimientos. La mayoría de estos estados de humor son tan volubles e inconstantes como el llanto de un niño o la risa de una abuela. Se desvanecen en el aire. Pero los artistas, partiendo de la nada, van creando sus propias formas para transmitir sus emociones. Igual que ese ser primitivo partió de la deslucida roca para ir añadiendo colores, Oteiza, por ejemplo, partió de la oquedad del vacío para ir dándole forma. Para él el arte no era más que una manera inteligente e interesante de organizar el espacio, dándole salida a la magia (temperamento). En la música, en cambio, es en la manera de romper (organizar) el silencio donde encontramos el temperamento de Beethoven, y en la literatura fue un Nóbel, Juan Ramón Jiménez, quien sinceró sus penas a lomos de un burro por medio de la poesía. ¿Y de qué tipo de agujero negro dispuso él para manejar, moldear y pulir? Pues me supongo que del tiempo, porque la literatura atrapa y organiza un trozo de tiempo, te cuenta un qué, aunque quizás lo más importante sea el cómo: el toque de magia personal efectuada mediante el lenguaje.
Los escritores atrapamos en nuestro interior una realidad de personajes, emociones y conflictos que dilatamos en el tiempo. Antes de que se nos funda el núcleo abrimos una válvula para liberar todo ese registro de acontecimientos histriónicos. Y lo que de allí emana huele a nuestro: la narración de una perspectiva personal e intransferible del entorno con una herramienta lingüística fabricada con nuestras propias manos.
Yo siempre había pensado que escribir es descender a lo más profundo de un pozo inmensamente negro e ir palpando en la oscuridad para echar mano de un pensamiento. Cuando lo encuentras agazapado entre los guijarros como una trucha y lo tienes bien agarrado, antes de que se te escape has de ascender el camino de vuelta para sacarlo a flote y así poder transmitírselo a los demás. Buscarlo, atraparlo y contarlo. Buscar qué y contarlo cómo. Tarea nada fácil.
Me alegró saber que Ortega y Gasset también lo había descrito en “La rebelión de las masas” de manera bastante parecida pero mucho más explicita: imaginar es ponerse una escafandra y descender a un abismo.

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