jueves, 30 de agosto de 2012

Soy fugitiva

Soy fugitiva. Cada vez que me planto delante del ordenador siento que no es mi sitio y tengo la necesidad de buscar otro lugar. Salgo de casa, me voy a un bar cercano, me tomo un blanco y tengo la imperiosa necesidad de salir a la calle. Salgo a la calle y enseguida me viene el pensamiento de que quizá estaría mejor sentada frente a mi ordenador. Y el círculo continúa, siempre huyendo, siempre y en cualquier lugar una extraña.

El camino que he dejado atrás en los últimos cuatro meses no es más que una nueva huída. Una huída de la rutina diaria, quizás inconsciente pero llevada, no obstante, por el impulso de mis entrañas.
Pero resulta que cuando uno huye sea inevitable que se ponga en marcha. Por consiguiente, hay que viajar. Pero viajar no es sencillo porque supone una ruptura perpetua de los hábitos. Este solo hecho se convierte para muchos en un lastre demasiado pesado. Los hábitos son lo que nos hace animales, animales de costumbres que se agarran a la rutina para protegerse de la temida anarquía del caos, del mundo de lo inexplorado y desconocido. Esa misma rutina que añoramos es la que nos constriñe y la que no nos deja huir y salir de un círculo que no tiene fracturas.
Pero yo soy fugitiva, y mi huída es, en cambio, todo lo contrario que la rutina: significa una marcha, un camino hacia otra gente, hacia el roce y el contacto, una posibilidad de despertar emociones, sensibilidades y perspectivas.
Después de tantos meses de camino me he dado cuenta de que el viajar no se me hace pesado. He disfrutado viajando, pero nunca he sabido cuál era el motivo de mi puesta en marcha. No sabía si el impulso lo había tomado desde el punto de partida. Si este era razón y origen de mi huída. Tampoco sabía si tendría que alcanzar mi meta para comprender el sentido que todo adquiría. O si esa meta no sería de nuevo mi punto de partida. Y tampoco sabía si el motivo de la marcha era sencillamente el mismo camino que se convertía en una especie de iniciación en un nuevo conocimiento.
Con el tiempo sí que he comprendido algo. Da lo mismo cuáles sean los motivos: un viaje debe ser siempre un camino hacia lo desconocido, hacía allá donde se puedan adquirir nuevas experiencias e intercambios de vivencias. Viajar es una conversación entre dos partes: mi parte que me es conocida y la otra parte que me es extraña. Y por respeto hacía esa otra parte, uno se debe cuestionar algunas cosas: ¿Estamos preparados para enfrentarnos a nuestros prejuicios? ¿Vamos a encaminarnos como debería ser, o sea, sin miedo a acercarnos al otro? ¿Somos conscientes de que tenemos que tratar de digerir mental y espiritualmente todo lo que nos asombre, aturda o confunda?
Un buen día, después de dos mil kilómetros de viaje, apareció ante mí la bella silueta de un viejo y coqueto puente. Lo observé con detenimiento. Vanos simétricos. Un perfil distinguido. Un adoquín desgastado de andaduras. Una sensación general de integración plena en su función de puente, de unión entre dos márgenes.
En la otra orilla, un pueblo. Como cualquier otro. Piedra labrada, tejas árabes, aleros tallados. Comencé a cruzar el puente y a medio camino, cuando me encontraba sobre su cima, sentí una extraña impresión, como si hubiera cruzado el umbral de una puerta inaccesible y largo tiempo cerrada. Al alcanzar la otra orilla me aproximé a dos hombres que allí descansaban y les pregunté por el nombre del pueblo. “Puente la Reina”, dijo el uno. “Gares”, replicó otro. Pero… ¿cómo era posible? ¿Tendría ese pueblo dos nombres? ¿O acaso serían dos pueblos diferentes? No quise seguir indagando, me eché debajo del puente extenuada, y, sin apenas fuerzas para rumiar aquella duda, me quedé dormida. Al despertarme me acerque al bar más próximo con la intención de tomarme un café y me tope con los dos mismos hombres que se me quedaron mirando. Sin que yo se lo hubiera preguntado, el primero aseguró “Puente la Reina”, y el segundo replicó “Gares”. Las palabras rebotaron sobre el empedrado y se sobredimensionaron. ¿Qué significaba la persistencia de aquella extraña pareja? ¿Qué escondía aquella pequeña anécdota? ¿Querían poner algo en mi conocimiento? ¿Querían que me detuviera y descifrara algún misterio? ¿Que se me abriera una incógnita?
Llevo unos meses en este pueblo con una incógnita abierta que me ha desvelado un mundo que desconocía. Quiero acercarme, conversar, comprender, digerir, no mostrarme por más tiempo una extraña e ir saliendo de mi desconocimiento. No quiero huir más, no quiero ser más fugitiva.
Entiendo estos dos nombres como dos perspectivas diferentes de un pueblo.  Estas perspectivas no sólo convergen aquí, sino que también se solapan y se mezclan e incluso a veces se encaran. Son dos partes que gozan de la suerte de ver la vida y poder transmitirla. Y son extrapolables. Cualquier rincón del mundo, por muy escondido que se muestre, dispondrá de sus dos partes. De dos partes que conversen y debatan. Dos concepciones de la vida que no tengan por qué resultarse extrañas y que entablen un dialogo del que cualquiera pueda participar. Participar para dejar de ser extraña en ningún lugar.

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