martes, 1 de marzo de 2011

Piel con piel

Hay sensaciones que no puedo evitar: cuando entro en un hospital me siento tan insignificante como una zarandaja y todo me abruma, el aire científico, las formas profesionales, el ambiente aséptico. Hay algo en su aspecto que me impone. Parece como que por un momento tuviera que estacionar toda mi humanidad junto a algún parquímetro para traspasar una puerta hacia tratos más gélidos y formales.
Pero eso no es más que una primera impresión. No me quejo. Nada más lejos de la realidad. Mis experiencias hospitalarias han sido siempre gratas, me he sentido siempre arropado y no tengo ninguna queja del trato recibido, siempre cercano, espontáneo, humano. Los problemas no me han sobrevenido en las relaciones directas con el personal sino al querer contravenir una normativa que está en manos de esferas más altas.
El día que nació mi hija, hace ahora nueve años, el primer deseo que tuve fue el de comérmela con patatas. Después la tomé en mis brazos y, al tacto, se me abrieron todos mis sentidos. La interacción que se estableció entre mi hija y yo por medio de ciertos estímulos sensoriales como el tacto, el calor y el olor sólo la conocemos nosotros. Lo que yo recuerdo con más fuerza es su olor. Aunque no lo sé, estoy seguro de que ella sintió lo mismo. Mis papilas olfativas siguen conservando aquel aroma, que no es otro que el mismo que tienen los terneros nonatos y que seguramente será el propio de todos los marsupiales. Para la prescripción hospitalaria, en cambio, todo esos sentimientos no les debieron parecer más que ñoñerías. A su madre no sólo no le permitían quedarse dormida con ella en la cama, sino que prácticamente la obligaban a despertarla cada cuatro horas para darle la teta. Nosotros, por supuesto y con todos los respetos, nos negábamos mientras podíamos.
Las formas, según he visto en mi última visita a un hospital, han cambiado. La Organización Mundial de la Salud ha descubierto las virtudes del vínculo afectivo establecido entre la madre y el bebé, entendiendo que todo ello es uno e indivisible, y desde hace un tiempo, a lo que parece, fomenta la facultad del contacto directo de los padres con el bebé al nacer éste. Este vínculo regula su ritmo cardíaco, su temperatura, la glucosa en la sangre y su sistema inmunitario, y evita que éste se sienta desamparado y sufra estrés. Si mal no recuerdo hace poco se hizo famoso un caso que tuvo repercusión mundial: un bebé murió en el momento de nacer y su madre lo acogió en su seno, sobre el que lo tuvo durante más de dos horas. El niño, muerto, debió de sentir de tal forma la amargura de la madre que decidió resucitar. ¿O no estaba muerto y resulta que se nos escapa algún tipo de vida? Preguntas, por ahora, sin respuesta.
Es el contacto “piel con piel”, como parece que lo llaman. Es como si no lo hubieran descubierto hasta ahora. Pero este acontecimiento ha estado ahí y ha sido transmitido durante generaciones hasta el punto de que ya es algo que forma parte de nuestro acervo cultural y que lo expresamos generalmente por medio de caricias, besos y todo lo que signifique arrimarse al otro para intercambiar energías vitales, radiaciones humanas. No hace falta que nos inunden el mercado de cursillos sobre artes milenarias tan sonoras y sugestivas como el Feng-Shui y el Tai-Chi, como si fuéramos ignorantes y careciéramos de energías vitales. Otra cosa es que el progreso las haya ido marginando.
Estoy hablando de dos ámbitos de esta sociedad que se mueven al margen de toda afectividad. Por un lado se encuentra cierta legislación progresista que se expresa por medio de sentencias tan desmedidas, absurdas e injustas como la de aquel pastor que fue pillado in fraganti haciéndose una manzanilla con una flor protegida y que fue condenado por un juez a una multa que no podía pagar, un juez que después se habría ido a su casa en su todoterreno híbrido de doce cilindros con la conciencia bien tranquila. Por otro lado está la arquitectura pública que nos rodea, tan supuestamente funcional y social como falta de sensibilidad, y para ello no hay más que pararse a contemplar alguna de nuestras guarderías que se asemejan a prisiones. De hecho, estoy seguro de que la legislación para construir ambas se mueve en los mismos parámetros: probablemente no sea más que una cuestión de números y volúmenes. Todo se resuelve conforme a códigos que están rumiados y ejecutados en los despachos, acuciados por las presiones y las modas, y son la antítesis programada al clima de relajación, armonía y equilibrio que precisamente es la base afectiva de ese contacto “piel con piel”. Algún día llegará la hora en que tengamos que anteponer a palabras ya tan familiares para nosotros como progreso, urbanismo y civilización (de civitas: ciudad) otras más acordes como biodinámica o permacultura, y no dejar tanto la normativa y la estética de nuestro entorno en manos de gente de piel áspera que no ha sentido una caricia en su vida. ¿Para cuándo este cambio? Preguntas, por ahora, sin respuesta.
Nunca hemos dejado de buscar el contacto con la piel del otro para reclamar comprensión o expresar sentimientos, porque siempre ha sido propio de nuestra naturaleza ir al encuentro de un hombro que llorar o un cuello que abrazar. Si el niño lo siente, también nosotros lo podemos sentir. No sé qué tipo de purificación interior perseguirá Amma, la mujer hindú que reparte abrazos, pero debe de ser algo bastante parecido a ese primer abrazo materno. Y si tenemos que acuñar un término para un arte milenario del que hemos disfrutado durante generaciones, pues se me ocurre uno: “Fundíos en abrazos”, aunque para el que quiera algo más cool, también se le podría llamar “abrazo-fushión”, o como se diría en la tierra de los yins y de los yangs: “Ablaso palke kiela”.

Plasma las palabras

Unas de las cosas que recuerdo con más nitidez de mi infancia son los chistes de mi abuela. Eran chistes tan simplones que podían considerarse aptos para todos los públicos. Hubo uno que repitió tantas veces que al final, por fuerza, se me quedó grabado: Iba un señor por la calle intentando atrapar algo al vuelo y pasa un amigo suyo y le dice: ¿Pero qué haces? Y el otro le contesta: Pues cazando gamusinos… Y eso, ¿qué es?... ¡Pues no sé, todavía no he cazado ninguno! Desde entonces siempre me he sentido fascinado por la palabra “gamusino” y hasta he recurrido un mogollón de veces a ella para encubrir mi ignorancia cuando me han preguntado: Y eso, ¿qué es?... ¡Pues como un gamusino!... ¿Y qué es un gamusino?... Pues… es algo así como… ¡es que no sé explicarte!
Hace poco miré en Internet si por casualidad existía la palabra “gamusino”, y cuál fue mi sorpresa, ¡17.000 entradas! En el diccionario de la RAE desvelé el secreto de una palabra por la que me había sentido durante tantos años atraído: “Gamusino, animal imaginario cuyo nombre se usa para dar bromas a los cazadores novatos”. ¡Increíble! Gamusino era una palabra inventada para gastar bromas ¡con rango de diccionario! ¡Ningún chiste podría aspirar a más! La Wiki me dio más pistas: la palabra viene del provenzal gambosí “engaño”, y es un viejo truco utilizado para hacer buscar a los jóvenes algo que en verdad no existe.
A veces tiene uno la impresión de que el idioma se usa, simple y llanamente, para cubrir las necesidades de la comunicación. Las palabras son, de hecho, el más importante instrumento con el que nos interrelacionamos, aunque no el único, porque lo mismo sirve un guiño que un beso que una mueca; pero ¿por qué no aprovecharnos de ellas, cuidarlas, mimarlas, trabajarlas, para enriquecer nuestra comunicación y hacerla más vivaz, más aguda?
Es el fascinante mundo de las palabras. Parece como si estuviéramos hartos de oírlas y que no reparáramos en ellas, igual que no sabríamos apreciar la aurora boreal si cada mañana nos deslumbrara en el camino a nuestro trabajo. En realidad, el mundo de las palabras es tan asombroso como las auroras boreales. ¿No hemos jugado siempre con ellas en pasatiempos y acertijos? Adivina, adivinanza: campo blanco, flores negras, ¿qué es…? Está claro, las palabras…
Si partimos de una palabra tan simple como “papá” podemos provocar un bello efecto melódico con solo cambiar las vocales: papá-pepé-pipí-popó-pupú. Éste no deja de ser un pequeño trabalenguas de los que estaba plagada nuestra infancia: ¿quién no se acuerda del “chorro morro pico tallo qué” con el que se designaban los dedos en alguno de nuestros juegos? Y es que, aparte de con las adivinanzas, también hemos jugado con los trabalenguas. Éstos nos permiten inventar palabras y hacer juegos de sonoros ecos: “Una cacatrepa tiene tres cacatrepitos, cuando la cacatrepa trepa trepan los tres cacatrepitos”. Tampoco es necesario que nos pongamos a desarzobispoconstantinopolizar Constantinopla para que sean espectaculares: “Una vieja teca y meca, chirivi-gorda, sorda y vieja, tenía dos hijos tecos, mecos, chirivi-gordos, sordos y viejos. Si la vieja no hubiera sido teca y meca, chirivi-gorda, sorda y vieja, los hijos no hubieran sido tecos, mecos, chirivi-gordos, sordos y viejos”.
Cada casa ha sabido trasmitir su trabalenguas como un pequeño tesoro. Hay uno que me gusta por su sencillez y cacofonía: “Como poco coco como poco coco compro”. Al principio no hay manera pronunciarlo y es que parece que se te vaya a perder un diente por el camino. ¿Nunca habéis intentado inventaros de pequeño una frase que tuviera siempre la misma vocal? Cuando los trayectos en coche eran largos y las curvas, muchas, había que discurrir cualquier gansada para distraerse. Seguramente sería yendo para un bolo cuando al rapero Nach Scratch se le ocurrió una de sus rimas: “Trabaja, plasma las palabras, hazlas balas,/ Atrapa ráfagas, sal, machaca cada sala,/ Ladra hasta rasgar la garganta”.
Las posibilidades del idioma son tan sorprendentes que nos podemos permitir el lujo de construir una frase que sólo contenga como vocal la “a”: “Allá va la rama a amar a la valla”, que sea capaz, como si fuéramos magos que prestidigitáramos las palabras con las yemas de nuestros dedos, de leerse al inverso. Intentadlo. Son los palíndromos, frases capicúas que gozan de una estética muy especial, ya que se leen para los dos lados. Un palíndromo es, por ejemplo, “reconocer”, y rebuscando un poco he encontrado frases menos surrealistas y más atractivas por su naturalidad: “Ana lleva al oso la avellana” y “La ruta nos aportó otro paso natural”.
La palabras nacen, devienen y mueren, ya sea como espíritus autárquicos o almas penitentes. Cuando pasen a vuestro lado tomadlas, perdedles el miedo y usad de ellas, pero tened en cuenta que “charlas baratas taladran hasta dar arcadas”, como decía Nach. Ya sean palabras amables, picantes, sentidas y resentidas, punzantes, de reconciliación o de ley, habréis de saber que una vez aventadas no hay brisa que se las lleve. Los chinos, que si de algo saben es de osos pandas y de proverbios, lo tienen muy claro: “Hay tres cosas que no tienen vuelta: la flecha lanzada, la palabra pronunciada y la oportunidad perdida”.

El Arga, traficante de poesía

Debía de ser un día frío de invierno porque me acuerdo que llevaba el gorro de lana puesto. No sé lo que tenía aquel gorro pero disfrutaba de la extraña virtud de asustar por igual a niños pequeños y guardias civiles. Así que cuando nos pararon en aquel control, en aquella tarde oscura en la que nos dirigíamos a la bolera, mi suerte estaba echada. La luz de la linterna se desvió inevitablemente hacia mí, me pidieron la documentación y me dijeron que por no llevar el cinturón de seguridad me impondrían una multa de 150 euros. Mientras revisaban mis papeles alguien soltó un chiste y yo, claro, me reí. El agente me conminó, con sequedad, a abandonar el coche e hizo un exhaustivo registro de mis bolsillos. Por lo general yo no suelo llevar nada especial encima, pero aquella mañana había estado en una manifestación en Pamplona y de mi bolsillo derecho extraje un papel doblado que desdoblé con cuidado delante de sus narices. Era, para su sorpresa, una poesía.
He rebuscado en mi baúl de los recuerdos y no he tardado mucho en encontrar los dos objetos protagonistas de aquella tarde-noche: por un lado, el gorro de colores, manufacturado por algún aborigen del altiplano boliviano y que reconozco que asustaba y me daba cierto aspecto de traficante… de poesías; por otro, la poesía que todavía conserva la huella de sus pliegues y que me sirvió para quedar eximido de la multa que nunca me llegó, algo de agradecer al guardia civil que, a la vista está, debía de ser muy leído.
La manifestación a la que había asistido aquella mañana era en protesta por los desmanes contra el río Arga y la poesía la había recibido en mano por alguien que ni siquiera sé si era su dueño. Se titula “El río”, está escrita por José Javier Jaurrieta Elcano, de Miranda de Arga, y éste es un extracto de los versos medidos de lírica y nostalgias: “A veces he soñado recorrer/ de niño la ribera;/ era fresca la hierba,/ la tierra plena./ Ahora en el río los remansos se amontonan,/los peces sueltos/ el agua lleva/ e inclinando mis rodillas en las piedras/ he buscado en mis labios/ la sed despierta./ Mis manos se han perdido entre nostalgias/ de soles limpios/ con lunas llenas./ Ahora soy de los que ven el río/ como un calvario,/ como una arenga de voces muertas/ de las que dicen que es cosa de las técnicas/ que el progreso destruye/ lo que durante siglos/ fue cosa nuestra./ Dónde están los recuerdos/ dónde las azucenas,/ en dónde mis amigos/ con los que yo jugaba/ a tirarnos el barro/ de vera a vera,/ pintándonos de barro/ los brazos y las piernas. […]”.
Recuerdo hace años cuando visitaba el río con frecuencia. Siempre recalaba en el mismo sitio, un recóndito meandro donde el agua se remansaba sobre un cauce que fluía entre acantilados cortados a pico y bosques de ribera. Sólo cuando las aguas venían bravas se alteraba aquella paz, ya que las aguas buscan con violencia su paso por los saltos, de la misma manera que los vientos buscan su tránsito por los collados. Nada se les resiste. A cada primavera el meandro aparecía renovado como si la naturaleza misma hubiera decidido reamueblarlo.
Un día que paseaba por aquel rincón con la esperanza de descubrirle algún secreto nuevo me encontré con una estampa imposible. Al adentrarme en la maraña de su orilla escuché un graznido que contuvo mi aliento. Silencio, pensé. Aquel reclamo no era normal. Era más ronco y poderoso que el de las garzas y retumbaba entre paredes como si no pudiera ajustarse a aquel angosto espacio. Y al asomarme al río lo vi. Un pelícano orgulloso, limpio, extraño, flotaba en medio de su lecho y se dejaba arrastrar por los remolinos que se formaban a su alrededor. No podía ser.
El pelícano me mantuvo ocupado durante un par de horas. Lo observé con la mirada del que jamás ha visto más allá de su narices, esperando que me trajera noticias de países exóticos. Pero éste se limitó a posar para mí sin insistir en su alarde de exotismo. Al cabo de un buen rato de mirarlo levantó el vuelo y se situó sobre la rama de un álamo blanco, justo a la altura de un nido habitado por una pareja de cigüeñas y que era el único sobre árbol de toda la región. El nido era un temeroso reto al vacío y al vértigo, un armatoste elaborado con toda clase de tarugos reciclados al que se le debía condecorar con la medalla al mérito del compostaje doméstico. El álamo blanco, las cigüeñas, el pelícano, un instante perfecto de poesía, como cuando de niños recorríamos la ribera y jugábamos a tirarnos el barro de vera a vera.
No busquéis el lugar porque la poesía que escribe el río es efímera y sólo está compuesta de presente: el pelícano continuó su camino hacia tierras más amables, el nido cayó con todo su aparejo arrastrado por la virulencia de una borrasca y yo seguí acudiendo por allí ansioso de toparme con alguna otra estampa imposible que fuera capaz de componer la lírica de un instante. Eso sí, siempre que os acerquéis al río registradle los bolsillos y leedle la poesía que lleva dentro. El Arga malvive, pero no lo condenemos: traficar con poesía no es un delito.

Mi obsesión por la risa

No es casualidad que cuando nazcamos lo primero que hagamos sea echar a llorar. Seguramente sería lo primero que yo haría al regresar de unas vacaciones de nueve meses flotando sobre las cálidas aguas del mar muerto. Los traumas postvacacionales que me asaltarían al enfrentarme a mi antigua vida serían bastante parecidos a las sensaciones postparto que experimente el recién nacido. El cambio es demasiado brusco como para no echarse a llorar.
Pero tenemos la costumbre de considerar el llanto como la primera expresión de la vida. No nos confundamos: antes de entonar ese primer llanto, la criatura llevaba ya muchos meses riendo. ¿¡Riendo!? Sí, riendo. Las ecografías más modernas lo demuestran: la criatura se parte el bazo. La risa, esa alteración del ánimo, es congénita, es un eslabón más de nuestro ADN. Y aunque la ciencia haya tardado en darse cuenta, la ha acabado rescatando del olvido para llegar a convertirla en terapia. Son ya tantas las patologías psíquicas de esta sociedad que hay que inventarse nuevos métodos para solucionarlas. O recurrir a los de siempre. Nuestras abuelas no necesitaban ser ni herboleras ni curanderas para saber aplicar los mejores remedios, entre los que estaba la risa que remendaba el alma y el potaje que aplacaba las penas. Pero la ciencia, que tiene la costumbre de olvidar lo adquirido para partir de nuevo de cero, trajo nuevos métodos y estos no incluían la visión de ningún paciente partiéndose el bazo sobre el diván de un psiquiatra.
¿Es la risa exclusivamente nuestra? No lo sé; pero dicen que los monos también ríen. La única diferencia quizá radique en que nosotros somos capaces de fingir la risa, como tantas otras cosas. También fingimos el llanto… Es lo que tiene ser inteligente. Uno puede utilizar el cerebro a su gusto y una risa falsa siempre ayuda. Pero ¿y la vaca que ríe, ríe de verdad? ¿Es que la risa hay que exteriorizarla por medio de carcajadas, aspavientos y espasmos? ¿Es la risa sólo movimiento de facciones y chasqueo de boca? Yo, que soy de los que acepto el pulpo como animal de compañía, pues opino que las carreras de una vaca dando coces al viento me contagian su risa.
Les llevamos ventaja porque hemos trabajado la carcajada durante miles de años hasta perfeccionar todo un sinfín de categorías irrisibles: la risa abierta, ja-ja, la risa astuta, je-je, la risa contenida, ji-ji, la risa socarrona, jo-jo, y la risa bonachona, ju-ju, aquella que emite el Olentzero cuando se muestra sorprendido del niño que le cuenta que su único deseo es ser como él de mayor para así ir repartiendo regalos.
Pero la risa, como cualquier otro rasgo físico y anímico que generamos, cumple su función en el sueño humano de la supervivencia, nos hace adaptarnos mejor al medio para ir superando los problemas. Es un elemento positivo, una especie de resorte de defensa para contrarrestar el ataque de disposiciones de ánimo negativas. Aún recuerdo que durante el funeral de un tío mío que había estado diez años agonizando, con lo que eso supone de carga para la familia, el cura comentó desde el púlpito: “Nuestro querido hermano ha recibido por fin la llamada del Señor”; a lo que uno de los hijos del fallecido no pudo evitar hacer un comentario por lo bajines: “Si lo sé antes, le regalo un móvil”.
Si es verdad que hemos creado la risa y hemos sabido trasmitirla en nuestros genes como mecanismo de defensa, es probable que el que más ríe sea el que más vive. Pura evolución. Pura selección natural.
Así que reíros sin reparar en tiempos ni en espacios, reíros hasta sulfuraros y acaloraros, hasta que la esencia de la risa flote en el aire como una nube radioactiva. Explotad, estallad, partíos y moríos de la risa. Retorceos, tronchaos, desternillaos, despitorraos, descoyuntaos, meaos y cagaos de risa, porque la risa es redimidora y porque reírse de un problema es la mejor señal para cerciorarse de que éste ya ha sido superado.
Y, por favor, contagiad esa risa a vuestros hijos e hijas.