sábado, 9 de junio de 2012

Moñita

A Paula le habría gustado que aquellos últimos quince días hubieran transcurrido con la misma celeridad con la que subía aquellos quince escalones. Pero le había vencido la misma impaciencia y el mismo pálpito de las vísperas de Reyes. Y mientras la Moñita subía al desván y le habría el camino, ella recordaba la precisión con la que había seguido aquel camino durante diez años, desde que había sido predestinada a nacer el mismo día que su bisabuela, pero con ochenta años de diferencia.
Ninguna de las anteriores excursiones a aquel apartado pueblo de la Valdorba, realizadas con regularidad periódica, le había mantenido tan alterada y excitada. Llevaba días soñando con aquel momento en que la Moñita le había prometido acompañarle al desván y mostrarle el arcón: “El próximo día te voy a desvelar los secretos de mi vida”. Y así lo hizo. Dobló con cuidado la manta que lo cubría, la depositó a un lado y abrió a los ojos de Paula un espacio diminuto que acumulaba toda una vida. “Mira”, le dijo la Moñita extrayendo una pequeña almohadilla, “este es el cuchún”. “Mi abuela lo rellenaba de apio, romero y ceniza y me lo ponía en el cuello para preservarme del aojamiento.” La cara que puso Paula le obligó a una aclaración. “Eso es el mal de ojo, bonica. Nada que nos importe hoy en día, pero es que antes las películas nos las contaban en las tertulias a la luz del fuego. Con el tiempo acabamos utilizando el cuchún a modo de acerico o alfiletero para nuestros juegos”. La Moñita abrió una caja de hojalata y le mostró la joya que conservaba dentro. “Y aquí tienes a mi pequeña popiña, la muñeca que velaba por mis sueños.”
Paula pensaba que había consonantes que tenían la extraña capacidad de representar mejor que ninguna lo que expresaban. Y la eñe era una de ellas. Le gustaba el sonido que trasmitía el nombre de su bisabuela, y le cautivaba el hecho de que ella usara la eñe mejor que nadie.
Lo siguiente que extrajo fueron unas alpargatas. Eran de buena lona y suela recia de esparto. “No creas que esto se lo podía permitir cualquiera”. “A la mayoría de nosotras nos tocaba limpiar con chanclos. Mira, aquí están”. Y destapó unos zuecos de madera bien tallada y correajes de cuero remachados. “¿Me los puedo poner, Moñita?” “¡Vamos!” Se los ajustó y vio que le iban bien. “¡Ya casi alcanzas mi número!” Echó de nuevo mano al arcón y sacó una prenda. “Esto es el jubón. Lo más parecido que teníamos a la camiseta interior. Sobre ella iba la blusa. Mira, aquí están. ¿Te las quieres vestir?” “¡Vale!” Le fue vistiendo el jubón, la blusa y, por último, un chaleco de punto azul y cenefa roja. “Los llamábamos elásticos de Bayona, aunque estaban hechos en Estella. ¡Eso le daba más importancia a la prenda!”
“Ya no tienes edad para vestir calzorras, como los chicos, ¡así que hoy te vas a vestir como una mujer! Espera que te saque las sayas y así vas completa.” Retiró la bolsita que las preservaba de la polilla y Paula vio cómo desdoblaba con exquisito cuidado unas sayas de lienzo que mantenían el color del primer día. “Estas enaguas sólo se confeccionaban para las casas pudientes, las de dinero. Pero como al principio les resultaban un poco ásperas, nos las cedían a las demás para que las usáramos ciertos días y así las domáramos. ¡Pero estalló la guerra y estas ya no salieron de casa! ¡Ja, ja, ja!” Paula se puso un par de refajos y su figura comenzó a tomar cuerpo. “En casa nos teníamos que conformar con telas más ordinarias, por ejemplo con el alda, que ahora, no sé por qué, le llamáis la falda.” “Sólo una tela bien tosca era capaz de aguantar sin romperse una buena magalada de manzanas”. La Moñita le recogió la falda por delante y puso varios objetos sobre ella. “Hacíamos un ñudo sencillico y ¿ves?, ¡este era el mejor cesquiño!”
Siempre las eñes. Siempre aquellas palabras que le sugerían eternos días de juego y noches de tertulia. ¿Y por qué no podía utilizarlas ella? ¿Por qué no podía disfrutar con sus amigas de aquellas palabras enigmáticas?
“¿Y esos trapos, Moñita?” “Eso son zorongos, Paulita.” “¿Zorongooooos?” “Te servían para cualquier cosa: los ponías en la punta del aga y espolinabas todas las telarañas de los rincones…, para extremar, vamos…, o sea, para limpiar.” “¡Aaaaaaah! ¡Vale! Ya lo voy pillando.” “Pero sobre todo lo usábamos a modo de burute que enrollábamos sobre la cabeza para llevar los cántaros.” “¿¡Tú también has llevado cántaros como las mujeres de África!?” “¡Y no veas cuántos! Sobre la cabeza lo llevábamos todo: igual la colada para ir al lavadero, que la masada de pan o la herrada de agua.” La Moñita se levantó, se acercó a un rincón del desván y tomó por el asa un recipiente de medio metro de altura. Le colocó a Paula el zorongo enroscado sobre la cabeza, le hizo un gesto para que se irguiera, empujándole con la palma sobre la espalda, y depositó la marmita de leche encima del burute. “Y ahora a andar como las modelos, ¡con un poco de gracia!”
Se le trababan los chanclos, se le enredaban las sayas, y se le resbalaba la marmita, pero recorrió el desván de lado a lado, sin poder contener la risa, en una acto de equilibrio que le hubiera gustado repetir delante de sus amigas… ¡Pero ellas qué entendían de eñes!

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