martes, 27 de septiembre de 2011

Alba que nunca muere

“Te voy a llevar a ver tu primera revolución”. “Y eso… ¿qué es?” “Pues como un cambio, pero a lo bestia”. “¿Cómo la galerna del otro día en la playa?” “¡Exacto!”
Me imagino que cuando llegamos a la Plaza del Castillo lo primero que sufrió mi hija fue una pequeña decepción. Aquello de galerna no tenía nada, así que le tuve que explicar que lo que estaba viendo era el tintineo de la onda expansiva de una explosión que había ocurrido a muchos miles de kilómetros. Nos dedicamos a leer algunas de las cuartillas que decoraban los alrededores del kiosco, “solo los peces muertos siguen la corriente del río”, y nos decidimos a escribir una. Y quise que fuera en recuerdo de Mohamed Bouazizi, el joven tunecino que se quemó a lo bonzo en un acto de desesperación que comenzó una ola de protesta que no solo ha derrocado a varios regímenes, sino que ha destapado las vergüenzas de una Europa que ha auspiciado y consentido dictadores a lo largo de todo el mediterráneo.
No todos los actos heroicos causan un efecto tan demoledor. Muchos son los que se quedan por el camino sin ni siquiera haber leído una escueta noticia sobre ellos. Recordemos que todo esto que se está viviendo ahora en el Magreb ocurrió no hace muchos años de manera mucho más trágica y sangrienta en los países de América Central. Aquellos regímenes despóticos han dejado algunos nombres como Trujillo, Batista o Somoza que todavía hacen temblar la Historia y que se movían en otra órbita hegemónica, la de unos Estados Unidos que consideraban aquel escenario como una especie de traspatio donde poder experimentar a su antojo. Este país se dedicó a favorecer caciques que actuaban según el claro patrón de preferir masas sometidas e ingenuas a ciudadanos capaces de cultura y reflexión.
Pero el acto irreflexivo de una cuadrilla de barbudos que desembarcaron en la Sierra Madre cubana dio un giro inesperado a la situación de una sociedad sometida por una élite que era consciente del viejo principio de que la ignorancia de los muchos facilita el enriquecimiento de los pocos. De esta forma se fue expandiendo un lento proceso de derrocamiento de regímenes por todo América Central que en El Salvador, por ejemplo, dejó un desolador saldo de 75.000 muertos.
A mediados de 1989 era El Salvador un país pasto de la guerra y ese fue el destino elegido por Begoña García Arandigoyen, Alba, para ejercer sus conocimientos como médico. Ella era una joven puentesina cuyo espíritu cooperativista le había llevado a trabajar de forma voluntaria para diferentes programas de ayuda. Fue en ese momento cuando Alba cogió sus bártulos, se lió el petate y partió para allá para imbuirse en seguida del espíritu guanaco y asegurar sin tapujos: “No puedo decir esta tierra no es mi tierra y esta lucha no es mi lucha”. Alba da la sensación de haber entendido a la perfección que la injusticia se agarra a la piel como el salitre y traspasa mares camuflada entre fugitivos que huyen de ella.
Recayó en El Salvador como podía haber recaído en cualquier otro lugar. Allí se había ido abriendo hueco a papayazos una guerrilla que poco a poco le iba recuperando terreno a la injusticia. A cada palmo de terreno que ganaba lo primero que hacía era estacionar un pequeño destacamento alfabetizador en el que colaboraban guerrilleros y habitantes, organizando cursos de alfabetización y talleres populares. El estado de total abandono cultural era lo primero que había que corregir y para ello tomaron buen ejemplo de una Cuba que fue pionera en esas cuestiones. Poco a poco el país se fue convirtiendo en una gigantesca escuela donde la mitad de la población enseñaba a leer y escribir a la otra mitad.
Poco antes de que Alba arribara a El Salvador morían asesinados Ellacuría y los otros miembros de una teología que abogaba por ayudar a los pobres en su liberación de la incultura y la opresión. Esta liberación que pregonaban ponía en primer plano una cobertura educativa antes que una religiosa que no sabía reconocer al indígena como la verdadera víctima del pecado. Ellacuría, como rector de la Universidad Centroamericana, quiso mantener la independencia política y religiosa de ésta, algo que no se lo perdonaron.
Alba, como médico que era, quiso aportar su granito de arena para garantizar también una cobertura sanitaria y contribuir de esa manera a la liberación del pueblo. Armada únicamente con su conciencia se deslizó durante un año entre zacatales y cafetales aplicando empastes y extrayendo metralla con los pocos medios de los que disponía. Pero la intensidad de la guerra ofrecía puntos muertos que daban espacio al juego y al amor, y en uno de aquellos intervalos conoció a Gabriel y de él se quedó embarazada. La decisión de volver fue sólo tomada por la necesidad de defender la vida de su hijo. Pero una patrulla de reconocimiento la sorprendió agazapada entre los gruesos tallos de un cafetal del departamento de Santa Ana. Resultó herida por una ráfaga y hecha prisionera. Sólo dos días después apareció su cadáver, al que habían despojado de las vísceras y que presentaba en la sien un orificio que, según la autopsia, había sido realizado por un disparo a “cañón tocante”.
Alba que permanece viva en la mirada de los que la sienten. Alba que nunca muere.

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