martes, 1 de marzo de 2011

Plasma las palabras

Unas de las cosas que recuerdo con más nitidez de mi infancia son los chistes de mi abuela. Eran chistes tan simplones que podían considerarse aptos para todos los públicos. Hubo uno que repitió tantas veces que al final, por fuerza, se me quedó grabado: Iba un señor por la calle intentando atrapar algo al vuelo y pasa un amigo suyo y le dice: ¿Pero qué haces? Y el otro le contesta: Pues cazando gamusinos… Y eso, ¿qué es?... ¡Pues no sé, todavía no he cazado ninguno! Desde entonces siempre me he sentido fascinado por la palabra “gamusino” y hasta he recurrido un mogollón de veces a ella para encubrir mi ignorancia cuando me han preguntado: Y eso, ¿qué es?... ¡Pues como un gamusino!... ¿Y qué es un gamusino?... Pues… es algo así como… ¡es que no sé explicarte!
Hace poco miré en Internet si por casualidad existía la palabra “gamusino”, y cuál fue mi sorpresa, ¡17.000 entradas! En el diccionario de la RAE desvelé el secreto de una palabra por la que me había sentido durante tantos años atraído: “Gamusino, animal imaginario cuyo nombre se usa para dar bromas a los cazadores novatos”. ¡Increíble! Gamusino era una palabra inventada para gastar bromas ¡con rango de diccionario! ¡Ningún chiste podría aspirar a más! La Wiki me dio más pistas: la palabra viene del provenzal gambosí “engaño”, y es un viejo truco utilizado para hacer buscar a los jóvenes algo que en verdad no existe.
A veces tiene uno la impresión de que el idioma se usa, simple y llanamente, para cubrir las necesidades de la comunicación. Las palabras son, de hecho, el más importante instrumento con el que nos interrelacionamos, aunque no el único, porque lo mismo sirve un guiño que un beso que una mueca; pero ¿por qué no aprovecharnos de ellas, cuidarlas, mimarlas, trabajarlas, para enriquecer nuestra comunicación y hacerla más vivaz, más aguda?
Es el fascinante mundo de las palabras. Parece como si estuviéramos hartos de oírlas y que no reparáramos en ellas, igual que no sabríamos apreciar la aurora boreal si cada mañana nos deslumbrara en el camino a nuestro trabajo. En realidad, el mundo de las palabras es tan asombroso como las auroras boreales. ¿No hemos jugado siempre con ellas en pasatiempos y acertijos? Adivina, adivinanza: campo blanco, flores negras, ¿qué es…? Está claro, las palabras…
Si partimos de una palabra tan simple como “papá” podemos provocar un bello efecto melódico con solo cambiar las vocales: papá-pepé-pipí-popó-pupú. Éste no deja de ser un pequeño trabalenguas de los que estaba plagada nuestra infancia: ¿quién no se acuerda del “chorro morro pico tallo qué” con el que se designaban los dedos en alguno de nuestros juegos? Y es que, aparte de con las adivinanzas, también hemos jugado con los trabalenguas. Éstos nos permiten inventar palabras y hacer juegos de sonoros ecos: “Una cacatrepa tiene tres cacatrepitos, cuando la cacatrepa trepa trepan los tres cacatrepitos”. Tampoco es necesario que nos pongamos a desarzobispoconstantinopolizar Constantinopla para que sean espectaculares: “Una vieja teca y meca, chirivi-gorda, sorda y vieja, tenía dos hijos tecos, mecos, chirivi-gordos, sordos y viejos. Si la vieja no hubiera sido teca y meca, chirivi-gorda, sorda y vieja, los hijos no hubieran sido tecos, mecos, chirivi-gordos, sordos y viejos”.
Cada casa ha sabido trasmitir su trabalenguas como un pequeño tesoro. Hay uno que me gusta por su sencillez y cacofonía: “Como poco coco como poco coco compro”. Al principio no hay manera pronunciarlo y es que parece que se te vaya a perder un diente por el camino. ¿Nunca habéis intentado inventaros de pequeño una frase que tuviera siempre la misma vocal? Cuando los trayectos en coche eran largos y las curvas, muchas, había que discurrir cualquier gansada para distraerse. Seguramente sería yendo para un bolo cuando al rapero Nach Scratch se le ocurrió una de sus rimas: “Trabaja, plasma las palabras, hazlas balas,/ Atrapa ráfagas, sal, machaca cada sala,/ Ladra hasta rasgar la garganta”.
Las posibilidades del idioma son tan sorprendentes que nos podemos permitir el lujo de construir una frase que sólo contenga como vocal la “a”: “Allá va la rama a amar a la valla”, que sea capaz, como si fuéramos magos que prestidigitáramos las palabras con las yemas de nuestros dedos, de leerse al inverso. Intentadlo. Son los palíndromos, frases capicúas que gozan de una estética muy especial, ya que se leen para los dos lados. Un palíndromo es, por ejemplo, “reconocer”, y rebuscando un poco he encontrado frases menos surrealistas y más atractivas por su naturalidad: “Ana lleva al oso la avellana” y “La ruta nos aportó otro paso natural”.
La palabras nacen, devienen y mueren, ya sea como espíritus autárquicos o almas penitentes. Cuando pasen a vuestro lado tomadlas, perdedles el miedo y usad de ellas, pero tened en cuenta que “charlas baratas taladran hasta dar arcadas”, como decía Nach. Ya sean palabras amables, picantes, sentidas y resentidas, punzantes, de reconciliación o de ley, habréis de saber que una vez aventadas no hay brisa que se las lleve. Los chinos, que si de algo saben es de osos pandas y de proverbios, lo tienen muy claro: “Hay tres cosas que no tienen vuelta: la flecha lanzada, la palabra pronunciada y la oportunidad perdida”.

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