martes, 1 de marzo de 2011

Mi obsesión por la risa

No es casualidad que cuando nazcamos lo primero que hagamos sea echar a llorar. Seguramente sería lo primero que yo haría al regresar de unas vacaciones de nueve meses flotando sobre las cálidas aguas del mar muerto. Los traumas postvacacionales que me asaltarían al enfrentarme a mi antigua vida serían bastante parecidos a las sensaciones postparto que experimente el recién nacido. El cambio es demasiado brusco como para no echarse a llorar.
Pero tenemos la costumbre de considerar el llanto como la primera expresión de la vida. No nos confundamos: antes de entonar ese primer llanto, la criatura llevaba ya muchos meses riendo. ¿¡Riendo!? Sí, riendo. Las ecografías más modernas lo demuestran: la criatura se parte el bazo. La risa, esa alteración del ánimo, es congénita, es un eslabón más de nuestro ADN. Y aunque la ciencia haya tardado en darse cuenta, la ha acabado rescatando del olvido para llegar a convertirla en terapia. Son ya tantas las patologías psíquicas de esta sociedad que hay que inventarse nuevos métodos para solucionarlas. O recurrir a los de siempre. Nuestras abuelas no necesitaban ser ni herboleras ni curanderas para saber aplicar los mejores remedios, entre los que estaba la risa que remendaba el alma y el potaje que aplacaba las penas. Pero la ciencia, que tiene la costumbre de olvidar lo adquirido para partir de nuevo de cero, trajo nuevos métodos y estos no incluían la visión de ningún paciente partiéndose el bazo sobre el diván de un psiquiatra.
¿Es la risa exclusivamente nuestra? No lo sé; pero dicen que los monos también ríen. La única diferencia quizá radique en que nosotros somos capaces de fingir la risa, como tantas otras cosas. También fingimos el llanto… Es lo que tiene ser inteligente. Uno puede utilizar el cerebro a su gusto y una risa falsa siempre ayuda. Pero ¿y la vaca que ríe, ríe de verdad? ¿Es que la risa hay que exteriorizarla por medio de carcajadas, aspavientos y espasmos? ¿Es la risa sólo movimiento de facciones y chasqueo de boca? Yo, que soy de los que acepto el pulpo como animal de compañía, pues opino que las carreras de una vaca dando coces al viento me contagian su risa.
Les llevamos ventaja porque hemos trabajado la carcajada durante miles de años hasta perfeccionar todo un sinfín de categorías irrisibles: la risa abierta, ja-ja, la risa astuta, je-je, la risa contenida, ji-ji, la risa socarrona, jo-jo, y la risa bonachona, ju-ju, aquella que emite el Olentzero cuando se muestra sorprendido del niño que le cuenta que su único deseo es ser como él de mayor para así ir repartiendo regalos.
Pero la risa, como cualquier otro rasgo físico y anímico que generamos, cumple su función en el sueño humano de la supervivencia, nos hace adaptarnos mejor al medio para ir superando los problemas. Es un elemento positivo, una especie de resorte de defensa para contrarrestar el ataque de disposiciones de ánimo negativas. Aún recuerdo que durante el funeral de un tío mío que había estado diez años agonizando, con lo que eso supone de carga para la familia, el cura comentó desde el púlpito: “Nuestro querido hermano ha recibido por fin la llamada del Señor”; a lo que uno de los hijos del fallecido no pudo evitar hacer un comentario por lo bajines: “Si lo sé antes, le regalo un móvil”.
Si es verdad que hemos creado la risa y hemos sabido trasmitirla en nuestros genes como mecanismo de defensa, es probable que el que más ríe sea el que más vive. Pura evolución. Pura selección natural.
Así que reíros sin reparar en tiempos ni en espacios, reíros hasta sulfuraros y acaloraros, hasta que la esencia de la risa flote en el aire como una nube radioactiva. Explotad, estallad, partíos y moríos de la risa. Retorceos, tronchaos, desternillaos, despitorraos, descoyuntaos, meaos y cagaos de risa, porque la risa es redimidora y porque reírse de un problema es la mejor señal para cerciorarse de que éste ya ha sido superado.
Y, por favor, contagiad esa risa a vuestros hijos e hijas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario