martes, 1 de marzo de 2011

El Arga, traficante de poesía

Debía de ser un día frío de invierno porque me acuerdo que llevaba el gorro de lana puesto. No sé lo que tenía aquel gorro pero disfrutaba de la extraña virtud de asustar por igual a niños pequeños y guardias civiles. Así que cuando nos pararon en aquel control, en aquella tarde oscura en la que nos dirigíamos a la bolera, mi suerte estaba echada. La luz de la linterna se desvió inevitablemente hacia mí, me pidieron la documentación y me dijeron que por no llevar el cinturón de seguridad me impondrían una multa de 150 euros. Mientras revisaban mis papeles alguien soltó un chiste y yo, claro, me reí. El agente me conminó, con sequedad, a abandonar el coche e hizo un exhaustivo registro de mis bolsillos. Por lo general yo no suelo llevar nada especial encima, pero aquella mañana había estado en una manifestación en Pamplona y de mi bolsillo derecho extraje un papel doblado que desdoblé con cuidado delante de sus narices. Era, para su sorpresa, una poesía.
He rebuscado en mi baúl de los recuerdos y no he tardado mucho en encontrar los dos objetos protagonistas de aquella tarde-noche: por un lado, el gorro de colores, manufacturado por algún aborigen del altiplano boliviano y que reconozco que asustaba y me daba cierto aspecto de traficante… de poesías; por otro, la poesía que todavía conserva la huella de sus pliegues y que me sirvió para quedar eximido de la multa que nunca me llegó, algo de agradecer al guardia civil que, a la vista está, debía de ser muy leído.
La manifestación a la que había asistido aquella mañana era en protesta por los desmanes contra el río Arga y la poesía la había recibido en mano por alguien que ni siquiera sé si era su dueño. Se titula “El río”, está escrita por José Javier Jaurrieta Elcano, de Miranda de Arga, y éste es un extracto de los versos medidos de lírica y nostalgias: “A veces he soñado recorrer/ de niño la ribera;/ era fresca la hierba,/ la tierra plena./ Ahora en el río los remansos se amontonan,/los peces sueltos/ el agua lleva/ e inclinando mis rodillas en las piedras/ he buscado en mis labios/ la sed despierta./ Mis manos se han perdido entre nostalgias/ de soles limpios/ con lunas llenas./ Ahora soy de los que ven el río/ como un calvario,/ como una arenga de voces muertas/ de las que dicen que es cosa de las técnicas/ que el progreso destruye/ lo que durante siglos/ fue cosa nuestra./ Dónde están los recuerdos/ dónde las azucenas,/ en dónde mis amigos/ con los que yo jugaba/ a tirarnos el barro/ de vera a vera,/ pintándonos de barro/ los brazos y las piernas. […]”.
Recuerdo hace años cuando visitaba el río con frecuencia. Siempre recalaba en el mismo sitio, un recóndito meandro donde el agua se remansaba sobre un cauce que fluía entre acantilados cortados a pico y bosques de ribera. Sólo cuando las aguas venían bravas se alteraba aquella paz, ya que las aguas buscan con violencia su paso por los saltos, de la misma manera que los vientos buscan su tránsito por los collados. Nada se les resiste. A cada primavera el meandro aparecía renovado como si la naturaleza misma hubiera decidido reamueblarlo.
Un día que paseaba por aquel rincón con la esperanza de descubrirle algún secreto nuevo me encontré con una estampa imposible. Al adentrarme en la maraña de su orilla escuché un graznido que contuvo mi aliento. Silencio, pensé. Aquel reclamo no era normal. Era más ronco y poderoso que el de las garzas y retumbaba entre paredes como si no pudiera ajustarse a aquel angosto espacio. Y al asomarme al río lo vi. Un pelícano orgulloso, limpio, extraño, flotaba en medio de su lecho y se dejaba arrastrar por los remolinos que se formaban a su alrededor. No podía ser.
El pelícano me mantuvo ocupado durante un par de horas. Lo observé con la mirada del que jamás ha visto más allá de su narices, esperando que me trajera noticias de países exóticos. Pero éste se limitó a posar para mí sin insistir en su alarde de exotismo. Al cabo de un buen rato de mirarlo levantó el vuelo y se situó sobre la rama de un álamo blanco, justo a la altura de un nido habitado por una pareja de cigüeñas y que era el único sobre árbol de toda la región. El nido era un temeroso reto al vacío y al vértigo, un armatoste elaborado con toda clase de tarugos reciclados al que se le debía condecorar con la medalla al mérito del compostaje doméstico. El álamo blanco, las cigüeñas, el pelícano, un instante perfecto de poesía, como cuando de niños recorríamos la ribera y jugábamos a tirarnos el barro de vera a vera.
No busquéis el lugar porque la poesía que escribe el río es efímera y sólo está compuesta de presente: el pelícano continuó su camino hacia tierras más amables, el nido cayó con todo su aparejo arrastrado por la virulencia de una borrasca y yo seguí acudiendo por allí ansioso de toparme con alguna otra estampa imposible que fuera capaz de componer la lírica de un instante. Eso sí, siempre que os acerquéis al río registradle los bolsillos y leedle la poesía que lleva dentro. El Arga malvive, pero no lo condenemos: traficar con poesía no es un delito.

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