sábado, 15 de octubre de 2011

Nada podía irnos peor

Tierra, sol y luna. Esta es la constelación a la que nos sentimos ligados desde hace millones de años. Nada ha cambiado desde entonces. Seguimos contemplando los tres astros de la misma manera que lo hicieron nuestros antepasados en el albor de los tiempos. Ellos también se quedaron prendados de los atardeceres y de las noches de luna llena, estableciendo un vínculo directo y emocional con ellos que hacía que los consideraran como elementos mágicos. Tradujeron su magia intentando buscar ligazones que dieran comprensión a la vida y a su existencia. Encontraron “simpatías” entre elementos (luna, mes, mujer) que daban explicaciones a los ciclos que percibían en la naturaleza y en ellos mismos. Todo el debate estaba circunscrito a los límites que la física marcaba al humano. Nada había más allá… hasta que nuestro cerebro fue segregando la metafísica.

La humanidad comenzó en ese momento a divagar sobre “otros” elementos intangibles, incorpóreos, etéreos, que no se pueden palpar ni ver ni oír, pero que, por algún tipo de predisposición, parecen percibirse. Habíamos descubierto nuestro sexto sentido.
Una puerta se había abierto y con la curiosidad del primer felino la habíamos traspasado. No podíamos evitar mirar detrás de ella para buscar esa primera causa que nos hace tan animales metafísicos. No nos bastaba sólo con nuestra inteligencia sensual para percibir el mundo, ni con la inteligencia racional que nos conduce a la verdad por el camino de la ciencia, sino que los sanos nos tuvimos que poner a especular y los locos a desvariar para inventarnos cosas que nunca se sabrán hasta qué punto son ciertas. Nos dedicamos entonces a inventarnos cuentos que sirvieron de estímulo para revelar un mundo que verdaderamente parecía no tener fin. El ser humano había encontrado la manera de traspasar límites y ya nada se le resistía con aquel mundo de ensoñamiento y arrogancia con el que miraba a su amada tierra por encima del hombro. Nuestra capacidad racional y de abstracción nos había conducido por los peores derroteros: de cuestionar la magia física de unos elementos habíamos pasado a divagar sobre la espiritualidad metafísica de otros.
La madre de todas las ciencias, la metafísica, explicaba todas las interrogantes aunque nada fuera verdad. Que cuando nos acercamos al fuego nos quemamos es verdad; que dos y dos son cuatro, también; pero ¿y los cuentos?, ¿son los cuentos verdad? Kant reconocía en la metafísica algo parecido a un cuadrilátero en el cual nunca jamás un espadachín se hubiera podido apropiar del más mínimo espacio. La criticaba como una lucha en vano, un mero tentar a ciegas en un terreno ilusorio, y nada de con fórmulas físicas sino con meros conceptos, pura palabrería; el famoso “no me vengas con cuentos chinos” de mi vecina a la que le traen sin cuidado todas las ontologías del mundo.
Al humano no le valía con el mundo palpable y había decidido, por su cara bonita y su mente privilegiada, inventarse otro. Decidió, a la búsqueda de esa primera causa que explicara todas las interrogaciones, inventarse el alma. ¿Otro cuento? Ahora ya sólo le quedaba inventarse a Dios, porque nadie hubiera podido controlar una obra tan magna. Y ya que se había inventado a Dios, decidió que él mismo también quería inmortalizarse… saecula saeculorum. ¿Cómo iba a ser que unos transposones, o como demonios quieran llamarse, rijan nuestras vidas? Ahora ya todo tenía una explicación.
Qué lejos quedaban los tiempos en los que se limitaban a contemplar la tierra aceptando todas sus exhibiciones con abnegación, admirándola como una madre resentida que también tiene su genio, dirigiéndose a ella por medio del conjuro y esperando que con él se le concediera el deseo. Pero con el tiempo estos elementos (tierra, sol y luna) fueron suplantados por cuestiones más metafísicas: Dios, alma y vida eterna. Del conjuro que expresaba deseo se había pasado a la oración y a la súplica; de la voluntad y el deseo al vasallaje y el acatamiento.
Todavía hubo mucha gente que se negaba a aceptarlo, pero la suerte estaba echada. Teísmos ya desligados de la metafísica camparon a sus anchas y se fueron propagando como la peste según las primeras hordas asiáticas penetraron en Europa. Y el que no era contagiado era aniquilado. En la historia preindoeuropea no se ha encontrado ni un solo vestigio de divinidad masculina. Todas las imágenes halladas son venus femeninas que resaltan atributos y órganos sexuales que vinculan, por “simpatía”, con la fertilidad de la tierra. No se especulaba con la metafísica y todo se cernía a las experiencias empíricas que les ofrecía su entorno. Todos los rostros de las estatuillas femeninas encontradas no tienen facciones, como queriendo indicar que la condición y esencia de la madre tierra es anónima, aunque quizá quepa destacar que algunas de ellas llevan un primoroso tocado sobre la cabeza (¿no era Mari de Anboto la que siempre portaba su peine de oro?).
Muchas mujeres quisieron continuar la tradición vital y orgánica que les había sido trasmitida de generación en generación sin dejarse embaucar por las promesas de una sociedad que ofrecía dioses caprichosos, jerarquizaba e imponía reglas nuevas donde la mujer ocupaba un segundo plano. Pero la madre tierra hubo de hincar la rodilla ante un Dios que se había levantado el refajo y le había mostrado sus vergüenzas: era hombre.
Nada podía irnos peor.

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