lunes, 16 de abril de 2012

Sólo quien cultiva produce cultura

Semos pueblo. Y lo digo así, sin rubor, porque parece que hubiera una semántica que nos define y que nos diferencia del habitante de la ciudad. Pero nosotros, aborígenes, naturales del campo, parecemos irremediablemente abocados a desenvolvernos en la órbita de la ciudad y a tener que asimilar todos sus desvaríos. Ya no semos, sino que somos, y no es porque nosotros lo reclamemos, sino porque ellos así lo quieren. Ya somos parte del conjunto de su ciudadanía, como a ellos les gusta llamarse. Somos ciudadanos adjuntos.

Y todo esto me produce cierto resquemor, porque ya somos parte de esa semántica asimilada que hace que ‘ciudadano’, de civitas, ciudad, haga referencia, ya no sólo a lo urbano, sino también a lo rural. Debemos participar de ello, aunque no lo queramos, porque nuestra extraña percepción del entorno no tiene cabida en sus delirios de grandeza y porque su propósito no es otro que engrandecerse a costa de lo único a lo que le pueden ir ganando espacio: a costa del campo. Por eso mismo debemos ser consecuentemente reeducados para la ciudadanía. Uniformados. Aniquilados como personas por un sistema, como diría Huxley, que tiende a estandarizar al producto humano.
Y empiezan a reconducirnos por lo más básico mismo, por medio del lenguaje. Y todos sabemos de la fuerza del idioma. Se comienza por corregir la semántica. Se va inculcando de manera inconsciente unas directrices. Y, ¡voilá!, se desarrolla en nosotros un reflejo definitivamente condicionado, una fobia hacia un campo que siempre fue nuestro mejor aliado.
Y con esas intenciones han secuestrado nuestras voces, y las han profanado y vuelto a echar a la calle deslucidas, cabizbajas, soportando un peso que apenas pueden aguantar: pueblerino, aldeano, campesino, granjero, hortelano… Ninguna de estas palabras suenan ya igual. Todas trasmiten esa esencia de lo rupestre que nos entronca con lo neolítico, que nos transportan a la época de las cavernas. Y destilan un toque despectivo, de desprecio hacia lo que hemos venido siendo toda nuestra vida. Había que hacer borrón y cuenta nueva, y para ello había que crear un nuevo vocabulario más acorde a los tiempos, que trascendiera al futuro y se desvinculara del pasado: cosmopolita, ciudadano, urbanita, cívico… Nuevas palabras para nuevos tiempos. A lo sumo nos concederían el favor de dejarnos alguna voz con algún toque medio nostálgico, medio bohemio: lo rústico.
¿Y dónde queda la naturaleza en todo este despropósito? Pues evidentemente disfrazada, por no decir abolida. La naturaleza en sí no consume, nunca puede ser el motor de la sociedad. Así que nos la reinventamos. Desaparecerán los liecos y los solamices y llegarán los nuevos nombres ecohorteras que lo invaden todo con sus modas: cinturones y anillos verdes, parques fluviales, jardines metropolitanos, nuevas rusticidades y, en fin, tendencias como la del neorural, que lo deja todo para avenirse postaldeano.
Ya nadie se acuerda de que ‘cultura’ y ‘culto’ provienen del latín cultura, cultus, cultivo. Y que aquí comenzó todo y que nuestro ritmo también avanza sin detenerse. Y que el campo, al igual que el agricultor, no es ajeno a los nuevos cambios y a los nuevos ideales de la sociedad, pero que también necesita asimilar a su modo el ritmo de la sociedad urbana: primero fueron las vertederas y después los brabanes, llegaron los David Brownes y después los John Deeres. Así que del campo continuó surgiendo un vocabulario propio, directamente vinculado a su condición geográfica de tierra culta.
Testigo de esta evolución es la misma poesía que emana de los campos. En su libro “Palabras entre ribazos”, Mª Antonia M. Morales, poetisa de Artajona, describe con acierto la imagen de vocablos que ya no permanecen entre nosotros. Son resonancias de antaño, con una gran capacidad de seducción, y que, de vez en cuando, conviene repasar igual que se repasa a un clásico: “Separados los vencejos de los fajos/ y la mies extendida en las eras,/ los hombres, sudorosos, sin descanso,/ aventaban con palas y sarderas./ A la orilla, sábanas de paja,/ cribillos y talegas, y el rallo/ y la bota vino a la fresca./ Cantos de jotas, bochorno/ y los trillos dando vueltas.”
Porque en nuestra relación con el entorno de lo que se trata es de recordar y de vivir, y no de vivir sin recordar. Por eso mismo hay que tener cuidado de no rasgar el imperceptible hilo que une esos dos momentos. Que la vida vaya viviendo del hilo que la madeja le va soltando. Que la madeja de la memoria confeccione el presente.
Leire Olkotz, artista visual y poeta tafallesa, lo expresa acertadamente en uno de sus muchos poemas: “Comprendí que la vida/ estaba compuesta de instantes./ Uno para escoger la aguja./ Dos, el hilo./ Tres, el color./ Cuatro, el tipo de puntada./ Cinco, hilvanar los momentos,/ uno detrás de otro, con cuidado/ para no herir la piel de la memoria./ Coser sin mirar atrás,/ con ese hilo imperceptible/ con el que venimos/ al mundo,/ para dilatar/ -cuanto podamos-/ el tiempo/ de vivir.”
La ciudad acabará algún día reconociendo que somos cultura porque somos cultivo, porque somos campo; pero mientras tanto le pido a esta un favor: que no nos secuestren nuestras palabras, porque, como dice Leire, las necesitamos: “Además de las alas/ necesito del viento/ que me brindan las palabras/ para ejercitar el vuelo diario/ de la poesía”.

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