martes, 28 de junio de 2011

Joanna de Uterga, 1547

Su padre no había pronunciado ni una palabra durante todo el viaje, pero Joanna leía el gesto de preocupación en aquel rostro que asomaba entre el gorro de grana y la sobrepelliz. Habían partido de par de mañana para llegar a Pamplona a la hora del juicio, municionados con el pan, la chacina y la correspondiente posta de sardinas arenques en salazón que su padre canjeaba por vino a un mercader guipuzcoano. 

Hacía poco más de un año que su padre había concertado un matrimonio con el que ella se había mostrado conforme en unos tiempos en los que el amor era algo exclusivamente reservado para las monjas iluminadas. Pero él le había abandonado para casarse con otra. Aparte de por cuestiones formales como la devolución de la dote, su padre había ido a juicio por dos razones fundamentales: primero, porque el mozo quedara en la misma situación de desamparo en la que iba a quedar su hija que, habiendo conocido carne, sería relegada como criada, sacristana o postulanta, y esperaba que, por lo menos, el mozo no tuviera más remedio que amancebarse y criar hijos bastardos; y segundo, para hacer valer un matrimonio que consideraba legítimo aunque hubiera sido suscrito oralmente, con una fórmula en euskera y al margen de la Iglesia.
Aunque este relato no deja de ser ficticio, encierra mucho de verdad, porque la causa quedó registrada en el Archivo Diocesano. Y he aquí mi pregunta: ¿Qué demonios estaba pasando en 1547 para que se anulara un matrimonio legítimo y se pusiera en entredicho todo un sistema de valores que aún subsistía en aquel remoto paraje?
Con el descubrimiento del nuevo mundo se dejaba atrás una época siniestra, la Edad Media, donde todo había girado alrededor de un Estado que confundía lo religioso y lo político y dejaba al margen a un ser humano subordinado y menospreciado. Un grupo de intelectuales liderado por Erasmo empezaba a reivindicar un trato más amable para éste, para otorgarle una dignidad que unos escolásticos embrollados en sutilezas no habían sabido devolverle. Indignados por la actitud déspota y licenciosa de un alto clero que abarcaba diócesis para sacar beneficios y que no llevaba, ni mucho menos, el modo de vida austero que predicaban, así como por una aristocracia que les dejaba actuar, porque bastante tenía con salir airosa de su vorágine de odios, mentiras y venganzas endémicas, en 1517 un monje agustino algo extravertido se fue a la iglesia del palacio de Wittenberg y clavó sobre su puerta, metiendo bien de ruido, sus 95 tesis. Fue el detonante de una gran revolución social.
La tan discutida cuestión de las bulas de indulgencias no era más que el hilo del que tiro Lutero para que saliera toda la madeja. En verdad, éste estaba harto de ver pasar a los bulderos del Papa engañando a la gente y amenazándoles con la condenación eterna: “Mujer, dame un par de gallinas buenas, que por virtud de la bula sacaré dos almas del purgatorio de las que tú más amas”. Prometían por dinero remisión de penas y absolución de culpas, allí donde fueran, en este mundo y en el otro, para ellos y los suyos. Y si no aceptaban, condenación, y si se andaban con tonterías, inquisición.
Aunque a Lutero se le pueda considerar el iniciador del proceso, fue Calvino el pragmático que supo organizarlo y expandirlo. Nacido cerca de Paris e influenciado por los discursos de Erasmo y Lutero tuvo que emigrar a Suiza porque su país estaba todavía demasiado verde para reformas. Allí organizó una comunidad que poco a poco se fue distanciando de la doctrina católica. Su concepción humanista de la sociedad abogaba por una vida cristiana activa más que contemplativa, buscando medios prácticos que ayudaran a la pobreza y a la salvación, adoptando incluso posiciones más favorables para la mujer. Algunos ven en sus modos de organizarse los albores del capitalismo. El caso es que tanto unos como otros achacaron a la Iglesia Romana su pompa, su menosprecio del ser humano y sus costumbres relajadas, pero, sobre todo, el haberse atribuido algo que no era suyo: la palabra de Dios. Y por eso tradujo Lutero la Biblia al alemán, para ponerla al alcance del pueblo y que éste pudiera interpretarla.
Y la curia romana pasó al contraataque. En 1545 se convocó el Concilio de Trento, poco después de que San Ignacio de Loyola y San Francisco Javier, que se habían formado en el mismo ambiente intelectual del colegio parisino de Calvino, fundaran una Compañía de Jesús con la que encabezarían la ofensiva de la Contrarreforma. Nadie mejor que ellos supo ver tan acertadamente que si se encargaban de la educación del niño podían responder de las opiniones religiosas del hombre. Y, por si fuera poco, desafiaron a la manifiesta oposición de los reformistas al culto a las imágenes y las reliquias con la creación de un estilo artístico nuevo y emperifollado, el barroco.
Después de guerras y armisticios la Iglesia Católica emprendió, puertas adentro, su propia reforma en un contexto de tolerancia cero, tomando las riendas de la Inquisición y erradicando cualquier atisbo de paganismo, lo que contribuyó a que nuestra Joanna, que vivía en su pueblo al margen de todos aquellos vaivenes, tuviera que sufrir el escarnio de ver anulado un matrimonio lícito suscrito conforme a un sistema de valores y creencias que tardaría unos 500 años en ser reconocido por la UNESCO. Desde aquí mi pequeño homenaje a una mujer que fue social, cultural, política y religiosamente traicionada.

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