martes, 27 de septiembre de 2011

El viajero que sabe perderse

Viajar ya no es lo mismo. El ritmo de vida que llevamos hace que queramos someter nuestras experiencias a los designios de la moda y a los caprichos de este mundo prosaico que nos está tocando vivir. Y algunos conceptos, como es el caso del “viajar”, sufren y se adecuan a nuestras excentricidades. 

Quizás sea la palabra safari una clara muestra de ello. En Suahili, que es la lengua común hablada en África oriental, safari quiere decir “viaje”. Pero entre nosotros nadie identifica la palabra con esta idea, sino más bien con la del turista excitado y el león perezoso que posa para él. Hemos violentado la palabra hasta darle ese componente ocioso tan propio de nuestra civilización, una civilización capaz, por lo demás, de caricaturizar hasta los conceptos más sencillos. Viajar era, antes, un acto transcendente, meditado, ligado a necesidades perentorias y que generaba a su alrededor todo un universo legendario y mitológico. Isak Dinesen, la autora del libro en la que se basó “Memorias de África”, escribía que cuando a los Masai les hicieron trasladarse desde su antiguo país, no sólo se llevaron consigo hábitos y costumbres, sino también los nombres de sus colinas, praderas y ríos.
Pero nosotros ya no nos sentimos obligados a viajar. Nosotros no viajamos por necesidad sino por un deseo ligado, como decía, a ciertas inercias o modas por las que nos dejamos arrastrar: imitamos a nuestros vecinos cuando les vemos partir con sus coches cargados no sólo de trastos sino también de hábitos y apegos inútiles de los que no quieren desprenderse. Y así nos ocurre que andamos por el mundo queriendo pisar siempre nuestro felpudo de bienvenida, ese áspero fetiche con el que relacionamos siempre nuestro hogar.
Viajar arrebujados al abrigo de nuestros ositos de peluche no tiene sentido. Que lo hicieran los Masai en sus tiempos era otra cosa. Los Masai estaban obligados a ello y lo único que buscaban era no perder ese nexo de unión con su hogar anterior. Ellos se iban para no volver, pero nosotros nos vamos de vacaciones. ¿Y cuáles son entonces las razones que nos llevan hoy a viajar, a ponernos en camino? ¿Qué buscamos? ¿Viajamos acaso para encontrarnos continuamente con nosotros mismos?
Fue Marguerite Duras la que puso en boca del emperador Adriano una frase que mostraba un conocimiento profundo: “Pocos hombres aman durante mucho tiempo los viajes, esa ruptura perpetua de los hábitos”. Siempre se ha dicho que somos animales de costumbres y que necesitamos de una rutina diaria a la que poder aferrarnos para sentirnos seguros. Pero esa misma rutina que tanto añoramos es la misma que nos encierra y nos constriñe y de la que, de vez en cuando, queremos evadirnos. Porque viajar es eso, evasión. Nos evadimos para salir de nosotros mismos, de nuestro encierro en nuestra rutina, para desahogarnos del estrés de nuestra vida cotidiana que nos absorbe y nos abotarga; para muchos, viajar no significa otra cosa que salir, un irse-para-otro-lado, para donde sea con tal de abandonar la tremenda angustia de ver y repetir siempre lo mismo. Pero si es verdad que queremos salir de nosotros, también será verdad que queramos embarcarnos hacia algún lugar embriagado de sensaciones distintas. El viajar nos debería de servir como camino explorador al conocimiento, a lo ignoto, hacia un intercambio vivificante de experiencias con todo lo que nos encontremos a nuestro paso.
Pero… ¿estamos de verdad preparados para enfrentarnos a la continua conmoción de todos nuestros prejuicios? ¿Estamos dispuestos a andar sin miedo a acercarnos? ¿Queremos desprendernos de todos nuestros apegos o vamos a seguir soportando el peso de una mochila cargada de hábitos? ¿Somos conscientes de que vamos a tener que asimilar las desigualdades de cada tramo del recorrido? ¿O quizás sólo queremos coleccionar viajes como quien colecciona souvenirs de lugares remotos, de imágenes, de prisas? Porque si el viaje es evasión, ¿para qué entonces tantas prisas por llegar? ¿No empieza el viaje, acaso, desde el mismo momento que partimos de casa?
Algunos parecemos empeñados en convertir nuestro viaje de evasión en uno de evocación: partimos, corremos, recopilamos y volvemos para tener el máximo de recuerdos posibles, de souvenirs con los poder soñar durante un tiempo. Y probablemente seríamos todavía más felices si pudiéramos realizar el viaje sin ni siquiera partir, sin apearnos de nuestro felpudo. Porque ya no queremos el viaje más que evocado. Tememos al viaje en sí por lo que tiene de conmoción, pero lo necesitamos para mostrárselo a nuestros vecinos.
Y entonces… ¿qué sentido tiene viajar sólo para evocar? ¿Es que no sabemos evocar por medio de la literatura? ¿Es que no sabemos atrapar con la mirada de nuestra imaginación los caminos más o menos reales, más o menos ficticios, que otros recorren por nosotros? Evocar está bien, porque evocar es traer hacía ti mismo los relatos, es hacer recorrer el camino inverso a los misterios del viaje. Pero recordemos que viajar es todo lo contrario, es evasión. Quizás sea por eso mismo que para muchos el “viajar” se haya convertido en una especie de concepto subversivo que se ha ido ganando un espacio como símbolo de liberación, de confianza en lo propio y de reconocimiento a lo ajeno: salgo de mí para conocer al otro, para abrazar otras maneras de vivir y de pensar, confirmando también que me puedo adaptar a ellas y que puedo sociabilizarme en situaciones muy diferentes.
Viajar sí, pero no mirándonos el ombligo, sino abriendo los ojos y la mente.

No hay comentarios:

Publicar un comentario