sábado, 4 de febrero de 2012

Los girasoles ciegos

Hoy me he propuesto analizar un libro por el sencillo hecho de ser un caso único: es el único que he empezado a releerlo antes de acabarlo, con lo que he estado leyéndolo y releyéndolo a la vez.
“Los girasoles ciegos” es una novela de autor con la que Alberto Méndez ganó, a título póstumo, el Premio Nacional de Literatura. No escribió más que ese libro, falleciendo a los pocos meses de ser publicado, por lo que apenas se encuentran entrevistas suyas.

Méndez pertenecía a una familia de exiliados que se estableció en Roma después de la Guerra Civil. Allí fue donde nació en 1941, donde ejerció cargos de importancia en editoriales y televisiones y donde militó en el partido comunista hasta 1982: "Mi vida ha sido, y así pretendo que sea, una vida oscura y oscurecida por mi dedicación al trabajo y a la familia. El resto ha sido mi militancia política, la clandestinidad, y una obcecación tan fracasada como enfermiza por contribuir a la caída de la dictadura. Lo malo es que, además de no caer, me arrojó encima toda la excrecencia que dimanaba".
Méndez se considera, en el sentido más estricto de la palabra, un cuentista. Bebe de Borges, Cortázar y Carver, y señala que el cuento se caracteriza por su capacidad sintética y desarrollo vertiginoso, porque sólo utiliza los elementos esenciales de la narración: planteamiento sucinto, enredo esquemático, personajes paradigmáticos y desenlace sorpresivo. Cuando todo ello se logra, comenta, se consigue la dosificación y el equilibrio interno adecuado que convierten al cuento en un género absolutamente moderno.
Pero todo eso no es tan fácil. Al contrario de mucha gente que se sirve de lienzos grandes para contar cosas muy pequeñas, tenemos aquí a un escritor a la búsqueda del camino más corto, del atajo que te conduzca inmediatamente a la mínima expresión del pensamiento. La intención de todo escritor debe de ser expresar una idea evitando las típicas y consabidas piruetas que te ofrece el lenguaje, algo de lo que resulta difícil distanciarse por el contagio al que se encuentra sometido. Se nota que Méndez es consciente de ello y se agradece esa lucha.
Méndez irrumpe así en la literatura de la misma manera que Einstein irrumpió en la física, pidiendo perdón a los predecesores por discrepar de sus teorías: “A mí el mero uso del lenguaje me proporciona un placer inusitado. Pero creo que utilizar un lenguaje preciso y sin alharacas es muy difícil. En cuanto te pones a escribir viene la megafrase. Es algo que me preocupa mucho y cuando me sale algo así intento tacharlo en la corrección. He querido escribir con mucha riqueza de lenguaje pero también con una llaneza narrativa casi elemental”.
Ya lo decía Saint-Exupery cuando aseguraba que el mérito del científico no es descubrir una ley, sino fundar un lenguaje de humano que pueda explicar la caída de una manzana. Méndez intenta de la misma manera hacer accesibles sus ideas fundando un lenguaje humano que haga sus pensamientos fácilmente comprensibles. Probablemente haya pocos escritores que lo hayan intentado y muchos menos que lo hayan conseguido. Ese es el mérito de Méndez, crear sus propias fórmulas simplificadoras a modo, por ejemplo, de los aforismos, una especie de proverbio personal sobre una cuestión concreta que vale para un momento y un lugar.
No quiero decir con ello que Méndez sea un aforista puro, sino que huye de las figuras y los tropos que, por inercia y comodidad, tiran de la retórica para construir frases sin fuerza expresiva. La fuerza de su lenguaje está fundado, sobre todo, en la construcción de sentencias precisas a las que ni les sobra ni les falta nada: “Los que necesitan administrar verdades suelen llamar a la confusión mentira”; “…inercias de una guerra que, como otras guerras, acaban pero nunca se resuelven”; “…ante tanto horror, los instintos son, a la postre, un ancla de la vida”.
Este libro que plasma la guerra civil en cuatro cuentos, cuatro derrotas de cuatro derrotados, es un gran homenaje a los horrores de la guerra: “…eran tiempos aquéllos en que sólo los muertos no asustaban”. Las descripciones de la muerte, a la que aborda desde todos sus prismas, son contundentes y rotundas: desde su aleatoriedad, “las prisas por matar no dejan que la muerte sea minuciosa. Una bala […] resbaló sobre su cráneo sin romperlo”; pasando por el abandonamiento a ella, “hay una oscuridad para los vivos y otra oscuridad para los muertos y él las confundió porque no trató de abrir los ojos”; hasta lo ineludible e inoportuno de ella, “la muerte tenía un horario y ésta era su deshora”.
El juego de Méndez va mucho más allá, ya que utiliza de todos los recursos estilísticos que le ofrece el idioma y es capaz de resolver la difícil papeleta de describir la clandestinidad de uno de sus personajes, el que vivía escondido dentro de una armario, por medio de un símil bien sencillo: “La vida de Ricardo se había resuelto como la del aire. Estaba pero no ocupaba lugar en el espacio”.
Y de su riqueza del lenguaje y su llaneza narrativa podría poner mil ejemplos, pero he querido elegir uno que habla sobre las carencias, uno de los padecimientos crónicos de los que se nutre la guerra: “El hambre estaba tan domesticada que aguardaba sabiamente a que aquellos mendrugos se embebieran la leche y se hicieran comestibles”.
El arte de un lenguaje sin fumarolas, de un lenguaje desprovisto de sustancias pesadas.

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